ARTÍCULO DE CARMEN PALLARÉS


MARTA IGLESIAS, LA LLAMA Y LA ESTRUCTURA

Cuando el fuego se retira al interior, y se vuelve reserva de fuerza, nace el espíritu de estructura, dice Michel Seuphor en su “El estilo y el grito”. La memoria me trajo esta frase nada más situarme en el centro del espacio de la galería y abarcar con una primera mirada las obras de Marta Iglesias. A partir de ese momento, de esa mirada inicial, no hice otra cosa que ir reconociendo un ejemplo plástico perfecto del pensamiento de Seuphor. Esta exposición es, además, una lección de arte actual, de verdadero arte y de verdadera actualidad: es uno de los espléndidos caminos abiertos por la concepción abarcadora y exigente de lo contemporáneo cuando se despliega con inteligencia creadora, con honradez, con profundidad. Es, por tanto, una ocasión idónea para comprobar la no muerte del arte, frente al escandaloso y falso cacareo que tantos años lleva afirmando - ¿esperando? - su defunción.
Sobre estas telas de Marta Iglesias (Madrid, 1951) podemos ver a gusto todo lo que no está, es decir, podemos ver precisamente lo que sólo vemos sobre la tela sutil, despojada y esencializadamente; nos permite por tanto ampliar la visión, soñar, imaginar e intercambiar nuestras propias imágenes con las que tenemos delante. Porque estas obras configuran una exposición reflexiva, intencional y con propósito plenamente logrado: la idea es firme y a la vez vulnerable: el proceso interior de la artista es fácilmente compartible, pero lo suficientemente personal y secreto como para que mantenga la punta de misterio necesario; los “motivos” de las obras son el resultado de una forma quintaesenciada de mirar y de ver, algo que le debemos gozosamente al arte y no a la evidencia de la realidad; y la composición sobre la tela de cada una de estas miradas no roza, sin embargo, el alambicamiento.
El procedimiento técnico utilizado por Marta Iglesias tiene, por supuesto, mucho que ver en todo ello: la superficie del polvo de mármol y las líneas del polvo someramente aglutinado del pastel, el primero con su cálido y monocromo blanco, el segundo con sus limpias y personales coloraciones directas.
Dos materiales que tampoco soportan “el fuego” así como así, pero que asumen la firme sutileza de la estructura, de lo que más difícilmente desaparece: esa reserva de fuerza tan indispensable, tan contenida en su profunda expresividad, puntal máximo de una opción esencial del arte de nuestro tiempo.

                                                                                    Carmen Pallarés